¡Qué tiempo hace en el mundo, Juan, querido!,
llueve cuando no llueve y Dios se enfría.
Se intercambia la noche con el día,
se muere por vivir sin más sentido.
¡Qué tiempo hace en el mundo, Juan, qué ruido!,
manda huracanes a tu poesía.
¿Vamos a adivinar lo que diría
Dios de lo que pensamos sin sentido?
No hay distancia entre el cosmos y el convento,
ni entre Teresa y tú, de mí a mi verso;
¿es que es verdad incluso lo que invento?
Todo está tan unido y tan disperso,
querido Juan, querido, que presiento
que es un vecino más el universo.
Por eso te me vas,
por eso te me vas y te me quedas,
y yo me voy detrás,
somos viejos aedas,
no lo hacemos por treinta mil monedas.
Dos aedas latinos
que vamos de la mística a las cosas,
por todos los caminos,
las manos sudorosas,
entre espinas y pétalo de rosas.
Por pétalos heridos
y acariciados por un sol de espinas;
se tapan los oídos
las tiernas golondrinas,
lo que somos, Señor, te lo imaginas.
Sólo el sol está claro,
que San Juan me lo enciende y me lo apaga,
y me mira muy raro
haga yo lo que haga.
¡Qué herida está esta tierra, Juan, qué llaga!
Te vi con Garcilaso
en una cueva humana de granito.
Llegaste con retraso
(Petrarca al infinito),
Tasso después y más, todos a un grito.
Allí estuvisteis todos
como un solo poeta marginado,
igual que reyes godos
huyendo del pasado,
con todo el corazón desesperado.
Y aquí sigue la guerra
declarada por vuestra poesía,
con los pies en la tierra,
matando al alma mía,
¡ay, querido San Juan, quién lo diría!
Ha muerto García Lorca.
"No digas más, ya todos lo sabemos,
preferimos la horca
que los santos tenemos,
con García Lorca todos moriremos".
¡Qué cosas dices, Juan!
Yo es que ignoro a qué muerte te refieres
ni a qué horca, ¡oh, Satán!,
ripio con alfileres,
pensé que eran distintos los placeres.
Y que para el Parnaso
no hay una estrella como el Paraíso,
que era igual Garcilaso,
pues Dios así lo quiso,
y tú conmigo y en el mismo piso.
Sí que somos iguales,
con una magistral distancia urgente,
dos sobrenaturales
con todo diferente,
con una diferencia transparente.
Te vi, Juan, en el templo,
te vi en la santa sombra de la iglesia,
y sin más te contemplo
en mi olvido, en mi amnesia,
vuelvo de ti como de la anestesia.
Tengo una devoción que no me tengo:
Soy San Juan de la Cruz hasta en lo santo,
y ni siquiera sé cómo me aguanto,
menos aún de cómo me mantengo.
Cabalgo en verso y, además, me arengo,
quiero exaltarme, me pellizco y canto.
Escribo cuentos de terror, me espanto;
luego hasta con el miedo me entretengo.
E intento no vivir más de este modo,
del que se burla mi melancolía,
no tanto como el viejo Quasimodo.
Querido Juan, ¿por qué la Poesía,
y por qué del porqué, del porqué todo?
Menos mal que lo ignoro, qué alegría.
Ay, mi tierra divina,
tu muerte nunca acaba de llegar,
es larga y peregrina
y camina al azar
y nunca se termina de velar.
Nadie mueve los labios,
ni piensa una oración, ni bisbisea,
y al fin rezan los sabios,
pero sin que se vea;
Juan, ¿qué tiene la Ciencia, que descrea?
Un largo recorrido
hay desde tu valor hasta la cumbre
por la que tú has subido
sin perder la costumbre,
hasta Dios mismo sin la muchedumbre.
Y yo, en mi engreimiento,
hago decir a la verdad mentiras,
y en verdad, yo no miento;
sólo que te retiras
de todos mis sonetos y mis liras.
Oh, Dios, qué mala suerte
tengo con Juan, maestro a lo divino.
Sin él no quiero verte,
no me pone el camino,
deja suelto a tu ausente peregrino.